Francesc Pi i Margall




APUNTES Y FRAGMENTOS 




            En este siglo XXI que acaba de comenzar, siguen teniendo vigencia las ideas políticas de Pi i Margall (Barcelona, 1824-Madrid, 1901) en lo relativo a la independencia que, respecto de cualquier iglesia o doctrina, debe caracterizar a las instituciones del Estado, en especial a la escuela pública. Como presidente de la Primera República Española, no pudo llevar a cabo sus proyectos, tanto por la profunda división del partido republicano, en cuyas filas militaba, como por la ruda oposición de los poderes reaccionarios tan influyentes, ayer y hoy, en una España sin Ilustración. Pi estuvo siempre comprometido en la defensa de la escuela pública –como única que puede garantizar el derecho universal a la educación– y en la separación de los poderes civil y religioso, así como de los ámbitos privado (el propio de las creencias) y público (sin más compromisos ni ataduras que los que marca la Constitución y los derechos fundamentales). Y lo hizo expresándose siempre en “el lenguaje sencillo y claro que a la verdad corresponde”.
            En su Historia crítica del pensamiento español (1984), José Luis Abellán describe a Pi con estos términos: “La honestidad y la coherencia personal que corre a lo largo de toda la vida de este hombre singular se refleja en la continuidad y profundidad de su pensamiento. Pi y Margall no es un político coyuntural ni oportunista, sino que va abocado a la política, porque tiene convicciones filosóficas propias que van desde una metafísica hasta una antropología, concluyendo en un proyecto socio-político de altos vuelos” (pág. 585)
En el discurso que pronunció Pi el día 13 de junio de 1873 ante las Cortes de la Primera República para presentar el programa de su Gobierno, defendió un Estado Laico y, refiriéndose a la Constitución liberal de 1869, dijo:
Las Cortes de 1869 proclamaron la absoluta libertad de cultos, y la consecuencia lógica, la consecuencia obligada de esa libertad es la independencia completa de la Iglesia y el Estado. Desde el momento en que en un pueblo hay absoluta libertad de cultos, las Iglesias todas pasan a ser meras asociaciones, sujetas a las leyes generales del Estado. (...)
Cierto es que el Estado no le dará entonces las atribuciones que antes; pero la Iglesia encontrará, de seguro, en la caridad de sus creyentes, los medios necesarios para hacer frente a sus obligaciones.”
Y más adelante añadió: “Otra de las reformas que necesitamos con urgencia es la de la enseñanza. (...) Estamos decididos a hacer todo lo posible para establecer la enseñanza gratuita y obligatoria.
(Citado por Manuel Tuñón de Lara, Historia de España, vol. 12, Ed. Labor, Barcelona, 1985.)

En otro lugar, nos previene Pi de las verdaderas consecuencias del predominio absoluto del adoctrinamiento católico, uno de cuyos correlatos es el anti-humanismo, al escribir:
“¿Qué influencia ha de ejercer en la mejora física ni moral del hombre un sistema puramente religioso? Creo innegable que la Edad Media fue altamente religiosa, infinitamente más religiosa que la nuestra; la lucha con el Asia, la porfiada guerra contra los árabes de España, el predominio teocrático, la sujeción de todos los poderes al Pontificado, cierran paso a toda duda. ¿En qué otra época hubo, como hemos visto, una sociedad más cruel, más entregada a toda clase de crímenes ni más encenegada en los vicios?”
Estudios sobre la Edad Media, Ed. Opúsculos, págs. 272-273.

Insistió asimismo en la necesidad de construir una moral natural y, por lo tanto, laica, basada sólo en la razón individual, y capaz de adquirir un valor universal más allá de los prejuicios y las ideologías particulares. Sólo sobre valores universales fundamentados en la razón puede germinar una convivencia democrática entre opciones diversas, al margen de que una de ellas pueda ser mayoritaria. Al Estado le corresponde la tarea de asegurar una formación ética común a sus ciudadanos sin poder delegar esa misión en ninguna religión ni doctrina particular, máxime cuando la historia nos muestra los muchos despropósitos cometidos por la Iglesia.
En el siguiente fragmento aparecen dialogando dos personajes: Leoncio, que representa las opiniones de Pi, y Rodrigo, exponente del conservadurismo y el Ancien Régime de tanto calado en la España de siempre. En la última intervención de Leoncio vuelve a insistir en el anti-humanismo como un rasgo perenne en el talante de la Iglesia:
Leoncio: Es obvio que en la razón individual está la fuente de todo conocimiento y el superior criterio.
Rodrigo: Menos en la moral, Sr. D. Leoncio.
L.: También en la moral, D. Rodrigo. La moral se revela primeramente en la conciencia. En la conciencia tiene su estímulo, su sanción, su juez inexorable. Pero ¿quién sino la razón posee plenamente la noción del bien que en la vida moral ha de realizar el hombre? La verdadera gracia está en el benéfico predominio de la razón sobre los instintos y sentimientos. Por esto el más alto deber que todos tenemos es el de cultivarla, y el más alto deber de los poderes públicos, el de instruir a los pueblos a quienes dirigen.
R.: En esto ya, D. Leoncio, estamos completamente discordes. Para mí, sólo la religión puede hacer estos milagros. La noción del bien está oscurecida en nuestras almas. Sólo la religión la tiene clara y pura y puede evitar los desbordes de la voluntad y del sentimiento.
L.: Permítame que le dirija algunas preguntas. Cuando gracias a Colón descubrimos la América, usted sabe que encontramos allí pueblos y tribus de tan buena índole, que, mirándonos como hijos del cielo, nos casi adoraban y nos ofrecían sus toscas viviendas y cuanto en ellas tenían. Se agriaron a poco nuestras relaciones con aquellos indios merced a nuestra maldad y sobre todo a nuestra codicia, y los redujimos por la fuerza de las armas. Enseguida los distribuimos como cabezas de ganado entre los vencedores. Hubo, es verdad, en la Iglesia quien protestó contra aquel indigno reparto, pero, adviértalo usted bien, sólo los frailes dominicos, a quienes agitaba y movía el excelente corazón de fray Bartolomé de las Casas. A consecuencia de tan rápida disminución de los indios se pensó en llevar a América en calidad de esclavos a los negros de las costas occidentales de África, de que ya entonces se servía Portugal para sus colonias. Se trató allí a los negros con menos consideración que a las bestias.¿Quiénes creerá usted que hicieron más hincapié en que el emperador Carlos V se decidiera a permitir la compra e importación de infelices esclavos con destino a América? Pues unos padres Jerónimos que el cardenal Cisneros había enviado a Santo Domingo para que estudiaran las necesidades de la Isla. La Iglesia en general no combatió, antes consintió y aun autorizó, así las encomiendas de indios, como el tráfico de negros. Y bien, D. Rodrigo, con hechos tales ¿se realizaba el bien o se lo contrariaba? ¿Se despertaba en el hombre los buenos o los malos sentimientos?”
La razón individual y la colectiva. El Unitarismo y el Federalismo, Emiliano Escobar Editor, págs. 37-39.

Sobre el oscurantismo religioso y la necesidad de la luz de la ciencia y el conocimiento racional, así como sobre la incompatibilidad, manifiesta en algunas ocasiones, entre la fe y la razón, escribe:
“La razón ha venido a examinar la fe, y la fe no sufre examen, la fe se desvanece ante el examen, como ante la luz las sombras y las tinieblas. ¡Ay! Y la fe es como la virginidad, no se recobra.”
Y unas páginas después, añade:
 “La ciencia no sólo se ha extendido entre nosotros fuera del recinto del templo; ha abandonado el templo mismo, dejándole sumergido en una oscuridad profunda. Ha rechazado su base religiosa, y negado hasta que la revelación fuese posible.”
La Reacción y la Revolución, Madrid, 1854, págs. 94-98.
           
En torno a la Iglesia y el progreso como realidades incompatibles, también escribe Pi i Margall. El papel histórico jugado por el poder eclesiástico ha sido, salvo honrosas excepciones que, por lo general, se han desarrollado al margen y contra la jerarquía, el de enemigo del progreso y la ciencia que a él conduce –recordemos el terrible Syllabus, un sumario de los “ochenta errores modernos”, firmado por Pío IX en 1864, que condenaba el liberalismo, el progreso moderno y la nueva civilización, y que llevó  a algunos de los autores de la Institución Libre de Enseñanza a romper con la Iglesia–. Sólo la secularización del conocimiento (tarea iniciada en Mileto –antigua colonia griega del Mar Egeo– por los llamados filósofos presocráticos y aún inacabada) hizo posible el abandono del discurso mitológico. Todo progreso importante ha sido posible sólo a costa de romper el corsé impuesto por clérigos de diverso pelo:
“¿Qué progreso se verifica nunca que no alarme a los pontífices? ¿No es Gregorio XVI quien ha proscrito hace poco el ferrocarril? Hace siglos que todo progreso se hace en el mundo cristiano a despecho de la Iglesia: ¿cómo queréis que aún viva? No hay, sin embargo, por qué culparla. ¿Cómo culparla de que obedezca a la ley de su existencia? Atendida su razón de ser, toda intolerancia en ella es poca, toda debilidad inexcusable. Combatida por todas partes debe levantarse con dignidad sobre el trípode y pronunciar el anatema. ¡Anatema contra todo el que profane el arca santa de sus creencias! ¡Anatema contra todo el que ponga en duda una decisión de sus concilios o de sus pontífices! ¡Anatema contra todo el que en filosofía, en política, en economía, en ciencias, se oponga al espíritu o la letra de los Evangelios! ¡Anatema a todo el que pretende menoscabar sus derechos!
Si la fuerza de los sucesos no hubiese prevalecido sobre los constantes deseos de la Iglesia, si ésta continuase conservando el predominio de los tiempos de Hildebrando, ¿qué sería aún de nosotros? ¿Dónde estarían aún las ciencias naturales y las matemáticas, base de todos nuestros adelantos materiales? La astronomía seguiría vaciada en los estrechos moldes de Ptolomeo y Ticho Brahe, le geografía vería más allá de las columnas de Hércules sólo las aguas del Océano, la física, encerrada en los libros de Aristóteles, no habría arrancado aún de Jehová la espada de la cólera divina.”
Ibídem, págs. 101-102.

A pesar de la talla de este político e intelectual, y de que algunas de sus propuestas sociales y políticas siguen siendo oportunas, se cuenta entre los españoles insignes que han caído casi en el olvido. ¿Tan sobrados andamos en España de personas lúcidas y comprometidas que nos permitimos el lujo de silenciar a las pocas que lo han sido?
En su prólogo a la segunda edición de La Reacción y la Revolución, Federica Montseny incidió en este problema al escribir: “Sólo la fuerza de los intereses creados, sólo las miserables condiciones en que se desenvuelven los hombres, pudo rodear de silencio inmediato al hombre y a la obra del gran soñador que legó al mundo un símbolo humano; pudo rodear de silencio oficial el nombre y la obra del gran filósofo que ha legado al mundo el fruto magnífico de su pensamiento.”
(Editorial de la Revista Blanca, pág. 8)

Abril de 2005