domingo, 30 de marzo de 2014

sábado, 29 de marzo de 2014

A sus señorías les pone

El Roto (El País, mayo 2012)
'Recorte' es una palabra insulsa, anodina, como aquello que viene a significar. Hasta ahora, este término traía a mi memoria los restos de pan de ángel que comía junto a mis hermanos como golosina pobre, cansados ya de roer a escondidas los jaboncillos de sastre. ¡Nos comíamos los recortes!
Pero entonces, llegaron ellos. Con el anterior ejecutivo su campo semántico comenzó a hacerse monolítico y odioso. A poco que hagamos memoria, recordaremos los recortes del gobierno Zapatero; sí, fue hace solo algunos meses (¡que parecen años!). Quienes ahora se presentan como adalides del estado de bienestar, congelaron las pensiones, bajaron el sueldo a los funcionarios públicos (entre un 5 y un 15%), subieron el IVA del 16 al 18%, y adelgazaron la inversión pública. Sin embargo, ¡ay!, olvidaron recortar algunos privilegios inveterados. Así, la exención de pagar IBI a la Iglesia católica por sus innumerables inmuebles (un regalo de 2500 millones de euros anuales). Asimismo, en 2008 se incrementó del 0,5 hasta el 0,7 el porcentaje que le asigna la casilla del IRPF a esta institución privada y se convirtió en norma definitiva lo que había sido concebido como situación provisional (la aportación del Estado a la Iglesia en tanto ésta alcanzaba su autofinanciación). Otrosí digo que dicho gobierno dio su apoyo a los de arriba sin el menor sonrojo socialista: ahí está el indulto al banquero Sáenz como broche de oro de su gestión transparente. Y quien ahora lidera ese partido se sentaba en el consejo de ministros que llevó adelante casi todos estos desmanes.
Pero con Rajoy llegó el clímax: “No puede ser que sea gratis todito”; “Estoy harto de la milonga de la economía sostenible”; “He encontrado unas partidas maravillosas de donde recortar. Ya les contaré…”; hemos oído decir a sus correligionarios en un tono paternalista que tiene mucho mérito.
Sí, la presidenta de Madrid recorta en escuela pública, pero incrementa en un 2 % las subvenciones a la concertada. Quien quiera una escuela a la carta, que se la pague, digo yo. Y también digo que el Estado sólo debe garantizar una escuela pública de calidad gratuita y para todos, máxime en estos tiempos de escasez y austeridad.
Adelgazar, bajar, recortar, congelar, escasez, austeridad, son palabras que les pone porque siempre han sido otros quienes ponen el lomo para trabajar y el rostro para que se lo partan.
España es el país que más estudiantes Erasmus envía al extranjero y que menos beca paga a cada uno de ellos (una media de 130 € al mes ¡para todo!). Es que ya no hay dinero para becas ni servicios públicos, pero sí para subvenciones a banqueros, ERE fraudulentos, monumentos faraónicos de autobombo o aeropuertos sin aviones (“¿Te gusta el aeropuerto del abuelo?”, le espetó un entrañable Fabra a su indefenso nieto, dejándonos ver la concepción de lo público que ocultaba bajo sus caracolillos atusados y sus sempiternas gafas negras).
Y los bancos, los que causaron la burbuja inmobiliaria con su depredadora política de captar clientes a toda costa, reciben ahora subvenciones públicas multimillonarias. Si nadie lo evita, y no lo evitará, Bankia sumará pronto 50.000 millones de euros de dinero público: casi el doble del montante total de recortes impuestos para todo este año por nuestro gobierno-guillotina, ese que nos conduce con mano certera hacia la noche de los tiempos.
Esos bancos, obedeciendo a su ciego instinto depredador, arrebatan ahora sus viviendas a quienes han sido las víctimas de su pillaje (“usura” se llamaba antes este pecado). Siguen así acumulando patrimonio inmobiliario que, cuando escampe, volverá a engrosar sus suculentos balances de beneficios. Y entonces todo serán facilidades para devolver lo prestado (si es que se devuelve).
Ante tanta falta de sentido de lo común y tanto regocijo en el recorte, uno piensa que lo hacen porque les pone despojar a los que menos tienen de lo poco que habían conseguido tras de años de sacrificios.
Pero ahí está la lección de Grecia: castigo al bipartidismo. Como allí, la derecha pierde votos aquí y el partido socialista (¿socialista he dicho?) tampoco se recupera del batacazo (último barómetro del CIS). Aunque la gran damnificada es la democracia. Ahí está el estremecedor ascenso en Grecia y Francia de los más despiadados cavernícolas que ha conocido la humanidad desde que es humanidad.
Y a estas alturas de la cruenta intervención, cuando ya va quedando poco que amputar a nuestro famélico Estado de bienestar, sigue sin oírse la voz de ningún obispo o alto jerarca de la Iglesia católica. Haciendo gala de una mínima coherencia con los textos que declaman cada domingo desde el púlpito, debían clamar ante el poder político por que pare esta sangría injusta e inmisericorde (¿recuerdan lo del rico, el camello y el ojo de la aguja en el Evangelio de san Mateo?). Esa sangría está poniendo a los pies de los caballos a quienes menos tienen y a los jóvenes. Esta crisis los despoja de su futuro, su trabajo y su casa, y ahora también de la atención sanitaria y de una educación de calidad. Quisiera oír una voz tan firme y clara, al menos, como la del señor obispo de Alcalá. Tal vez sea que a ellos (los prelados) también les pone esta política furiosa con los débiles (parados, estudiantes, pensionistas, inmigrantes, asalariados, enfermos…) y mansa con los poderosos (banqueros, terratenientes, defraudadores, multinacionales, paraísos fiscales…). Algún mal pensado pero bien informado podría gritarles que los pobres son y han sido siempre su gran coartada.
¿Serán todos, políticos, banqueros y obispos, víctimas de lo que H. Arendt llamó la banalidad del mal? ¿O de lo que los psiquiatras denominan el contagio del mal? Sí, ese síndrome que llevó a tantos ciudadanos de a pie, como usted y yo, a colaborar con la estrategia del mal aplicada con meticulosa frialdad por los fascismos en la Europa de hace solo unas pocas décadas. El neurocientífico Simon Baron-Cohen propone en The science of evil que la crueldad humana resulta de una erosión de la empatía que transforma al otro en un mero objeto, que es lo que, para ellos, acabamos siendo usted y yo.